Tema: Historias del Ayer y el Ferrocarril
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28.feb 2010 - 18:23

Antonio Espinosa-Espinosa QuintanaDe niño, tendría apenas cinco o seis años y viviendo en Don Álvaro, coger el tren e ir con papá a la Zarza -tenía un pequeño apeadero, dedicado casi exclusivamente a las necesidades viajeras y de salida de la panificadora local-, era todo un acontecimiento, una novedad comparable con la que hoy pudiera experimentar un niño al ir -con papy y mamy- invitado a un parque, de esos que llaman temáticos, y que se promocionan como "pack" completo: viaje en AirBus más hotel hortera más espectáculo más bolsa de chuches más gorrito cónico de payasete.

Hoy vamos a La Zarza a ver a Manolito Paredes, el de la harinera. ¡Bien, Bien. Guau!.

La estación de Don Álvaro era pequeñita, con tejado a dos aguas, paredes de mampostería, piedra y algo de ladrillo vista. Quizás, un zócalo. El camino que a ella llevaba era un auténtico pedregal, sin árboles ni cuneta a pesar del tránsito que tenía de carros, carretas, ovejas, marranos, tartanas y bicicletas. Mucho cardo borriquero. Un páramo. El sol, en verano, tostaba a quien tuviera que hacer uso del tren a no ser que, precavido, llevase él, sombrero de ala ancha sobre la cabeza cubierta con pañuelo anudado en los cuatro extremos, y ella, un paraguas enlutado - a lo mas, gris marengo- que tamizase y repeliese los rigores del astro rey. El trecho era corto, pero el suplicio hasta la sombra de la estación, martirial.

Las estaciones, entonces, eran las únicas "chimeneas" que tenían los pueblos. Y algunas ciudades. Mérida era "su estación", el cuerpo de ferroviarios con cofradía propia y un bien abastecido economato. Y el Hernán Cortés. ¡Qué bailes los de entonces, me cuenta mamá, al calor de las conmemoraciones militares!. La Inmaculada, Santa Bárbara, Santiago y el aniversario.

La de Don Álvaro era una estación con su jefe y su vivienda oficial en la segunda planta. Factor, muelle, embarcadero y mozo de agujas, que tenía, como misión importantísima, ir a cambiar el disco para que el tren entrase y saliese por la vía correcta. Como casi todas las de por entonces, ésta también se adornaba con árboles de acacias, en el andén, que servían para dar sombra en los días tórridos a los viajeros y como refugio-pajarera de cuantos gorriones y pardales vivían a expensas de las migajas y mondaduras depositadas en el suelo. Atadillos. Papel de periódico y de estraza. Cantina no recuerdo si tenía. Quizás la tuviese en otro tiempo. De campana si disponía. La megafonía de entonces. Antes de salir el tren, el jefe de circulación hacía un pequeño repique que despertaba al viajero de la ensoñación o ensimismamiento. Un reloj de doble esfera, encuadrado en armadura verde carruaje. No faltaban los perros vagabundos olisqueando algún mendrugo descuidado a su dueño. ¡Qué sería una estación sin perros!. Enfrente, el Guadiana.

Viene el tren. ¿El Expreso?.¿El Omnibus?. El que pare en La Zarza. Omnibus. De vapor, vapor, de los de verdad. Negros de color y una franja bermeja. Maquinista, fogonero y ayudante que también se necesitaban auxiliares en aquellas máquinas ávidas de carbón. Eran insaciables cuando abrían la boca cual infierno. El furgón de Correos y el jefe de tren. ¿Vendrá Martín?. Dos tricornios, con mostacho uno, examinan a los viajeros. Ninguno es el Lute ni su primo. Los trenes actuales poco se parecen a aquellos, tienen trazas de autobuses o de?apolos? espaciales . No huelen a tren. Ni a carbón ni a carbonilla. Ni a aceite pesada. Por no hacer ruido, no silban ni tan siquiera. El campo y la ciudad, el horizonte todo, han perdido ese sonido que salía del vientre de la máquina, mezcla de bramido y resoplido de cansancio, envuelto en vapor de agua, expelido junto con el humo de la combustión negro-gris-blanquecino. Rebufo de aire y polvo que a más de uno le costó dejar la presente vida. Por curioseo y atrevimiento. Era un espectáculo ver pasar el tren y seguir su rastro. ¿Madrid vía Almorchón?. Ahora parecen metros o suburbanos. El mozo de estación, con alcuza y martillo de mango largo en mano, golpea los discos del tren. ¿Para qué hace eso, me pregunté?. Por el ruido sabe en qué estado están. El hierro también sufre desgaste o resquebrajamientos. Pim. Pim. Todo está correcto y el Jefe de estación, gorro sobre la testa da la salida, banderín en mano. Piiiiffffff. Ñañañañaña. Pufpufpufpuffff (Y así hasta que llegue al próximo destino que para el caso, es muy corto: el Apeadero de La Zarza).

Estaciones y apeaderos eran lugares, no había otros mejores y más concurridos, donde se comerciaba, se cerraban tratos sobre el ganado, se vendían o permutaban las tierras y los sueños. Siempre había gentes en ellos. Hasta allí iba quien quería conocer del otro o de la otra al atardecer. Y si había cantina, no digamos la que se podía formar a la espera del último tren que solía ser el ?expres? de Madrid. Un quejido desgarrado. Una guitarra triste. Un punteo. Las noches de verano, la mesa de tijera, el quinto, el fuerte olor a acacias, a galán de noche, a periquito y a madreselva; el cuenco de altramuz, el porrón de pitarra, los grillos, la brisa del río, el tintineo del farol ...........

Las madrugadas en las estaciones eran más tranquilas, hechas para el paso de los mercancías o de algún convoy militar camino de las maniobras anuales. En el de La Zarza, esto hace ya tanto tiempo que no fue del mio, se vendía el pan de la harinera de Manolito Paredes, peces del río Guadiana, ranas, cacharrería y hasta vajillas de La Cartuja completas y por piezas. En casa guardo, cuidadosamente, platos que compró quien me llevaba de visita y negocio a su pueblo. Mi padre. La calle de La Oliva. El Pilar. El sastre. Los primos hermanos. Y los segundos, que también, me decía, son parientes y hay que cultivarlos. La casa de los abuelos. La Ermita de Nuestra Señora de las Nieves, visita obligada. En La Zarza hay muchas ?marinieves? pero no marinievos. Es curiosa la advocación mariana (?de las Nieves?) en estas tierras donde no nieva. ¿Fue traída por los castellanos-leoneses en tiempos de la Reconquista o por los repobladores?. Por el norte castellano y alavés, es muy frecuente el nombre de Blanca y Nieves. Y las iglesias dedicadas a Ella. Guardo en mi alforja, la del tiempo, la imagen y los recuerdos de esa ermita, su encalamiento, su sencillez interior que todos los años, cuando voy a "Peñas Blancas", rememoro y recuerdo. ¡Si tengo la fortuna de que esté abierta!.

Allí Mérida, allí Don Álvaro, allí Alange y allí Villagonzalo. Desde la Calderita, después del subidón que a ella me transporta, apenas unos segundos para reponerme del desinteresado esfuerzo, vuelvo la vista hacia el pueblo y busco entre el abigarrado caserío algún rasgo de particularidad: algún torreón, algún edificio esbelto, alguna torre que sí la hay, algún espacio abierto o plaza, el Pilar y la Ermita.

Javi no espera y he de cogerlo antes que se confunda con el paisaje. Vamos corriendo. Corremos, trotamos con mochila y peso. ¿Un empujón, Antonio?. Bajada veloz y primer refrigerio. Un ¡hola!. La Guardia Civil en el cumplimiento de su deber. Tomamos zumo. Nos encontramos varios compañeros del club romano. Paco, enfundado cual tubo negro. Qué pena, no me acuerdo del nombre de un excelente rutero (el de las máquinas de juego, emeritense, y a quien año tras año saludo gratamente con un ¿corremos?). Resollamos. Bufffffffff.Bufffffff. Han pasado un par de minutos -casi una eternidad- y Javi no da tregua. Trago rápido y ¡andando! que es gerundio. Por papelera, un saco de nitrato. Andando y corriendo, corriendo y andando. Una paradita paraaaaaa........... por lo menos. El líquido aprieta. Como es versado en esto de los árboles, ramas y jaramagos, hablamos de pinos (pinsapos, gallegos, nórdicos), de los modos de entenderse la Administración y los particulares con producciones arbóreas, del intenso olor a jara, uuuuuhhhhh, de la pobreza de la tierra (con mucho cascajo). Es un medio-secarral. ¿Otro empujón?. !Vamos¡. Esta vez lo digo yo. Que no quede por mi parte un voluntarioso impulso. Buenos días señoras. ¿De dónde habrán salido? ¿Por dónde habrán venido?. O han volado o han atajado.

Desde el último avituallamiento (ni una naranja, sólo agua), y ya hasta el pueblo (honrado es decir que salvo la cuesta de la mina ) a paso de trote, sin fusil, ni tambor, ni un-dos-un-dos, llegamos ahítos a la meta que nos habíamos impuesto. Meta personal. No competitiva. Probar nuestro propio esfuerzo. Javi, me has sacado unos minutejos. Después de la iglesia parroquial, me he perdido por esas calles con aceras escalonadas, buscando El Pilar. Por ahí, por ahí, me indica un amable paisano. Esta parece calle principal.

Qué tal. Bien, me cambio de ropa en un pris-prás. Yo también. No digo el tiempo que empleamos por no parecer . Que lo diga él. Si quiere. Necesito comer. Y como de mi costal. El arroz tardará.
Ya ven ustedes y ?ustedas? que se puede empezar recordando, mejor, rememorando el pasado vivido alrededor de las estaciones de ferrocarriles cuando éstas eran el único medio de transporte y de vida y acabar en La Zarza, medio corriendo, medio andando, pero siempre, disfrutando. ¿Por dónde vendrá?. Tarda.