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Publicado: 22.mar 2008 - 20:02
LaVerdad.es 21.03.2008 - PEDRO COSTA MORATA
El tren llamado AVE, capaz de alcanzar velocidades de hasta 350 km/h., constituye en esencia una exhibición tecnológica que no responde a ninguna necesidad o demanda social. Y ahí reside el núcleo generador de la crítica aplicable.
La decisión de implantarlo en España surgió en la perspectiva de la Expo de Sevilla de 1992 concebida, por cierto, como glorificación del socialismo sevillista (felipismo, mayormente) y rompía con políticas y planteamientos de mejoras ferroviarias que venían, paulatinamente, cambiando la red y los servicios con objetivos y beneficios altamente sociales y ambientales (el lector debe recordar unos carteles publicitarios con el eslogan «Vamos a 160 kilómetros por ahora», que no gustó nada al poderoso -e intratable- gremio del transporte). En la puja tecnológica del primer AVE -que si Alsthom, que si Siemens- pesó, y mucho, la presión de los amigos socialistas franceses, que jugaron a fondo la entrega de ciertos detenidos etarras en una noche famosa de muy tensa negociación.
Pero lo más trascendente fue que se introducía una red nueva, extraña, exclusivista y desmesurada cuando lo que los españoles pedían era -exigencia tan legendaria como justificada- un tren que mejorase sus velocidades medias, su puntualidad y su comodidad. Porque nadie pudo detectar, ni en foros ni en la prensa ni siquiera en el empresariado, la necesidad social imperiosa de circular a 350 km/h. Y además, por motivos ambientales, se reconocía que el tren era el único medio capaz de aliviar el terrible impacto de la carretera, de donde se deducía que había que mejorarlo lo suficiente como para competir con ella, lo que se conseguía con velocidades medias por encima, simplemente, de 140 km/h. (sin más alardes).
El supertren repetía, a la inversa, el llamado error histórico que en su día supuso construir nuestra red con un ancho de vía distinto y superior al europeo. En los años de 1980, siendo un país geográficamente marginal -al que la «integración ferroviaria en Europa» no decía nada, y además la teníamos resuelta técnicamente desde la década de los 60- asumíamos la ímproba e innecesaria tarea de reconstruir la red, con los peligros y condicionantes inmediatamente percibidos (el primero de ellos, el abandono de la red y los servicios convencionales, que eran y son mucho más útiles socialmente). Además, aportaba novedades más que preocupantes: el inmenso daño al territorio, a los ecosistemas y al paisaje, el alto consumo energético y los altos precios previsibles, como resultado de las gigantescas inversiones necesarias en infraestructura.
Sólo por lo que se refiere al impacto ambiental las características técnicas de una red capaz de permitir velocidades tan espectaculares convierten en allanamiento territorial sin precedentes, del mismo nivel que el de las autopistas, las exigencias del AVE. Porque radios de tres o cuatro kilómetros y pendientes de dos o tres milésimas no hay geografía que los aguante, y así el supertrén ha conseguido ser rechazado por sus defensores más acérrimos: los ecologistas. Si la ineficiencia energética del avión (Kep por 100 plazas-km.) es de 4,06, la del AVE es de 3,52 y la del tren de largo recorrido 1,34. (Más todavía: el coste de producción, en plaza-km., es en el AVE de 22,6, siendo en el avión de 11,5 y en el tren de largo recorrido 6,8.)
Más allá del inmenso impacto ambiental el AVE hace aparecer una extensa lista de daños, diríamos, colaterales. Como la negación que supone respecto del viaje, del viaje como experiencia, del recorrido y el cambio sensible a través de espacios, medios y sensaciones diferentes, contrastadas, sugerentes, creativas. Fría y entusiásticamente nos trasladamos, creyendo que viajamos y que mejoramos nuestra calidad de vida multiplicando la velocidad de nuestros desplazamientos Y así es: el AVE nos arrebata el paisaje y toda experiencia del gozo de viajar, porque su velocidad aniquila ambas realidades y porque, relacionado con lo anterior, su brutal impronta ambiental artificializa partes muy amplias del itinerario, con túneles, taludes y viaductos que rompen y fuerzan el medio atravesado, haciéndolo inaccesible a cualquier sensación placentera. Mirar por la ventanilla, leer, dormir, pensar, conversar son pérdidas irreparables aportadas por la velocidad y sus turbulencias tecnológicas que tenemos la obligación, vaya gracia, de saludar como ganancias. Este cronista, que además de proceder de estirpe ferroviaria es adicto al tren, echa de menos los viajes en Talgo, siete horas, a Sevilla, con estancia y noche maravillosas y las llamadas a los amigos; ahora al mediodía ha acabado sus obligaciones y vuelve corriendo al tren -la oferta ha generado la demanda- para seguir trabajando por la tarde en Madrid: ¿menudo avance!
(Envueltos en la prisa -empujados, mejor diría- hemos acabado siendo forofos de la velocidad. Y a todos los forofos, incluyéndome yo mismo, recomiendo la reconstrucción mental de un diálogo platónico de aquellos en los que Sócrates interpelaba, hábil y machaconamente, a quienes quería poner en evidencia -tal los sofistas- como incapaces de entender la sabiduría, planteando y manteniendo la pregunta del «para qué» se quiere ir más deprisa. Y cuando ya hayamos contestado con los tópicos de «para llegar antes», «para competir mejor», «para aprovechar más el tiempo», etc., y Sócrates persevere, habremos de ser sinceros y contestar, rendidos como sofistas: «para nada, Sócrates, soy un necio».)
Lo que desde hace años vengo estudiando, en la estela de Ivan Illich y Paul Virilio, como constitutivo de una apasionante Sociología de la prisa, sigue abriéndome perspectivas intelectuales a cuál más sugerente, ya que la prisa y la velocidad son motores implacables de la dinámica económico-empresarial que, además, consigue convencernos de que también a nosotros, en el plano personal, vencer las coordenadas del espacio-tiempo nos conviene y mejora. Y renunciamos a tomar nota de las pérdidas -graves e innumerables- que ese espejismo nos acarrea. A toda velocidad, pues, sin pensar demasiado y sin saber muy bien a dónde: pues qué bien.
Pedro Costa Morata es profesor de la Universidad Politécnica de Madrid y Premio Nacional de Medio Ambiente 1998.
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